Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro
Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro
dígnate
encender tú mismo nuestras lámparas
para que
brillen sin cesar en tu templo
y de ti, que
eres la luz perenne,
reciban ellas
la luz indeficiente
con la cual se
ilumine nuestra oscuridad
y se alejen de
nosotros las tinieblas del mundo.
Te ruego, Jesús
mío, que con tu
resplandor,
enciendas tan
intensamente mi lámpara
que, a la luz
de una claridad tan intensa,
pueda
contemplar el santo de los santos
que está en el
interior de aquel gran templo,
en el cual tú,
Pontífice
eterno de los bienes eternos, has penetrado;
que allí,
Señor, te contemple continuamente
y pueda así
desearte, amarte y quererte solamente a ti,
para que mi
lámpara, en tu presencia,
esté siempre
luciente y ardiente.
Te Pido, Salvador Amantísimo
Te pido,
Salvador amantísimo,
que te
manifiestes a nosotros,
que llamamos a
tu puerta,
para que,
conociéndote,
te amemos sólo
a ti y únicamente a ti;
que seas tú
nuestro único deseo,
que día y noche
meditemos sólo en ti
y en ti
únicamente pensemos.
Alumbra en
nosotros
un amor inmenso
hacia ti,
cual
corresponde a la caridad
con la que Dios
debe ser amado y querido;
que esta
nuestra dilección hacia ti
invada todo
nuestro interior y nos penetre totalmente,
y hasta tal
punto inunde todos nuestros sentimientos
que nada
podamos ya amar fuera de ti, el único eterno.
Así,
por muchas que
sean las aguas de la tierra y del firmamento
nunca llegarán
a extinguir en nosotros la caridad,
según aquello
que dice la Escritura:
Las aguas
torrenciales no podrían apagar el amor.
Que esto llegue
a realizarse,
al menos
parcialmente,
por don tuyo, Señor
Jesucristo,
a quien
pertenece la gloria
por los siglos
de los siglos. ¡Amén!
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y espero que él elija despertarme del letargo.
¡Espero que me prenda fuego con la llama de su amor divino,
la llama que arde sobre las estrellas,
para que me llene de
deseo por su amor
y su fuego arda siempre dentro de mí!
¡Espero poder merecer esto, que mi pequeña lámpara
arda toda la noche en el templo del Señor
y brille sobre todos los que entran en la casa de Dios!
Señor, te ruego en el nombre de Jesucristo, tu Hijo y Dios
mío,
dame un amor que no tropiece
para que mi lámpara se encienda, y no se apague nunca:
que arda en mí y alumbre a los demás.
Y tú, Cristo, nuestro bondadoso Salvador,
en tu bondad enciende nuestras lámparas
para que brillen eternamente en tu templo
y alumbren nuestras tinieblas y disipen las sombras del mundo.
Te ruego, Jesús mío, llena mi lámpara con tu luz.
A su luz déjame ver el lugar más santo de los santos,
tu propio templo donde entras
como el eterno Sumo Sacerdote de los eternos misterios.
Déjame verte, verte, desearte. Déjame amarte como te veo,
y antes de que mi lámpara brille siempre, arda siempre.
Amado Salvador, muéstrate a nosotros
que te rogamos te nos muestres.
Déjanos conocerte, déjanos amarte,
déjanos amarte solo a ti,
déjanos desearte solo, déjanos pasar nuestros días
y noches meditando solo en ti,
déjanos estar siempre pensando en ti.
Llénanos de amor por ti,
déjanos amarte con todo el amor
que es tu derecho como nuestro
Dios.
Deja que ese amor nos llene y nos posea, deja que abrume
nuestros sentidos
hasta que no podamos amar nada más que a ti, porque eres
eterno.
Danos ese amor que todas las aguas del mar,
la tierra, el
cielo no pueden apagar:
como está escrito, amor que ningún diluvio puede
apagar,
ningún torrente ahogar.
Lo que se dice en el Cantar de los Cantares
puede hacerse realidad en nosotros (al menos en parte)
si tú, nuestro Señor Jesucristo, nos das esa gracia.
A ti sea gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén!
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Te ruego, Jesús
mío,
que enciendas tan intensamente
mi lámpara con tu resplandor que,
a la luz
de una claridad tan intensa,
pueda contemplar el santo de los santos
que está
en el interior de aquel gran templo,
en el cual tú, Pontífice eterno de los
bienes eternos,
has penetrado;
que allí, Señor, te contemple continuamente
y
pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti,
para que mi lámpara, en
tu presencia,
esté siempre luciente y ardiente.
(San Columbano. Instrucción espiritual
12, 3)
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que te manifiestes a nosotros,
que llamamos a tu puerta, para que,
conociéndote, te amemos sólo a ti
y únicamente a ti;
que seas tú nuestro único deseo,
que día y noche meditemos sólo en ti,
y en ti únicamente pensemos.
Alumbra en nosotros un amor inmenso hacia ti,
cual corresponde a la caridad
con la que Dios debe ser amado y querido (…)
y hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos,
que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno.
Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento,
nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura:
Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.
Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo,
a quien pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén. (San Columbano. Instrucción espiritual 12, 2)
Dice San
Columbano, por muy grande que sea la tormenta que intente arrastrarnos
no podrá extinguir el amor de Dios, la Caridad que es Dios mismo en nosotros.
Por eso sólo
podemos orar a Dios para que haga posible en nosotros Su presencia divina.
La Luz de
Cristo nos permite vernos tal cual somos
y dejar de temer que otros vean lo que somos.
La Luz que muestra la presencia de Dios en todos y en todo.
Sin esta Luz no
podremos amar a nuestros hermanos, aunque se comporten como enemigos.
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