domingo, 27 de mayo de 2018

De Trinitate, de San Hilario de Poitiers

Los doce libros De Trinitate[1] constituyen la obra principal y más original de san Hilario de Poitiers; algunas menciones antiguas la citan con el título De fide, que resulta asimismo apropiado, ya que su tema es la defensa de la fe de Nicea frente a los arrianos.

Los tres primeros libros fueron escritos con cierta anterioridad a los restantes; en ellos trata de la naturaleza de Dios, de la generación del Hijo y de la existencia del Espíritu Santo.

En los otros nueve no hay tanto doctrina nueva, cuanto desarrollo y justificación de la doctrina trinitaria ya expuesta: se extiende en el recurso al A. T. para mostrar que el Hijo estaba ya presente en las manifestaciones de Dios a patriarcas y profetas, comenta ampliamente las palabras en que Cristo -sobre todo según el evangelio de S. Juan- proclama su igualdad y unidad con el Padre, desmonta las objeciones arrianas que, apoyadas en la unicidad de Dios, querían eliminar la divinidad del Hijo, y completa una rica cristología tanto del Cristo mortal que vivió en Palestina, como del Cristo glorioso, resucitado[2].

San Hilario no menciona específicamente el término técnico gratia, pero explica la acción de Dios en el hombre.  Así, cuando habla de la fe, dice que ésta hace trascender al hombre sus propios límites (I, 12), da capacidad de comprender (I, 8; I, 12-13), justifica ((V, 15; X, 68-70), hace hijos de Dios (I, 10,11), da la vida eterna e inmortal (VI, 17; VI, 24; VI, 28)…

Mi mente recibió con alegría esta enseñanza del misterio de Dios al elevarse a Dios por medio de la carne; por la fe había sido llamado a un nuevo nacimiento y se le había concedido la posibilidad de obtener la regeneración celeste; y al conocer el cuidado que por él tiene su Padre y Creador, pensaba que no había de ser reducido a la nada por aquel mismo por el cual había venido a ser de la nada lo que es. Juzgaba que estas cosas están más allá de la capacidad de la inteligencia humana, porque el modo común de razonar es incapaz de entender los designios divinos, y piensa que sólo tiene existencia lo que por sí mismo puede entender o lo que por sí puede probar. Pero las acciones de Dios, en la magnificencia de su poder eterno, no las hacía depender de la propia experiencia, sino de la infinitud de la fe; de modo que no porque no lo entendiese dejaba de creer que Dios estaba en el principio junto a Dios y que la Palabra hecha carne había habitado entre nosotros; más bien se daba cuenta de que podría entenderlo si tenía fe (De Trinitate I, 12).

Cristo, al atraernos a su naturaleza divina, no nos encerró en la observancia de los preceptos carnales ni nos instruyó mediante la sombra que es la ley para el ritual de la circuncisión corporal, sino que quiso que nuestro espíritu, circuncidado de los vicios por la purificación de los pecados, nos liberase de los impulsos propios de nuestro cuerpo. Desea que seamos sepultados con él en su muerte en el bautismo para que volvamos a la vida de la eternidad; y puesto que la regeneración para la vida eterna es la muerte a esta vida y muriendo a los vicios renacemos a la inmortalidad, él mismo murió por nosotros, siendo inmortal, para que a partir de la muerte fuéramos levantados, juntamente con él, a la inmortalidad. Asumió la carne de pecado para perdonarnos los pecados en la asunción de nuestra carne, ya que se hizo partícipe de ella al asumirla, no por el pecado. Destruyó con su muerte la sentencia de muerte para abolir, con la nueva creación del género humano realizada en sí mismo, el anterior decreto de condena. Permitió que lo crucificaran para crucificar con la maldición de la cruz y dejar olvidadas las maldiciones de nuestra condenación terrena. Padeció, por último, en su humanidad para humillar a las potestades enemigas; pues, según las Escrituras, tenía que morir como Dios para que también sobre estas potestades triunfase la confianza en sí mismo del vencedor; pues él, al ser inmortal y no poder ser derrotado por la muerte, murió por dar la vida eterna a los mortales.

Todas estas cosas que Dios ha hecho, que sobrepasan la inteligencia de la naturaleza humana (…). (De Trinitate I, 13).


Por otra parte, en su encarnación, Cristo ha asumido, de algún modo, toda la humanidad; por ello comunica a todos su vida (II, 24-25).

En las cosas restantes se muestra ya la economía de la salvación querida por el Padre. La virgen, el parto, el cuerpo, y después la cruz, la muerte, el descenso a los infiernos, todo esto es nuestra salvación. Pues, por el bien del género humano, el Hijo de Dios ha nacido de la Virgen y del Espíritu Santo; él mismo fue su propio servidor en esta acción; con su fuerza, es decir, la de Dios, cubrió a María, sembró en ésta el comienzo de su cuerpo y estableció el principio de su vida en la carne; de tal manera que, hecho hombre, recibió en sí de María la naturaleza carnal, y, mediante la unión que se deriva de esta mezcla, fue santificado en él el cuerpo de todo el género humano; y así como todos los hombres fueron incorporados a él por el cuerpo que quiso asumir, del mismo modo él, a su vez, se dio a todos por medio de aquello que en él es invisible.

Así pues, la imagen del Dios invisible no rechazó la vergüenza del nacimiento humano y pasó a través de todas las humillaciones de nuestra naturaleza: por la concepción, el parto, el llanto, la cuna. (De Trinitate II, 24).

¿Qué podremos dar nosotros a cambio que sea digno del amor manifestado en una benevolencia tan grande? El único Dios unigénito, cuyo nacimiento de Dios es inefable, crece en forma de cuerpecillo humano introducido en el seno de la santa Virgen. 


El que todo lo contiene y dentro del cual y por medio del cual todo existe, es dado a luz según la ley común de todo parto humano. Y se escucha en el llanto de un niño a aquel a cuya voz tiemblan los ángeles y los arcángeles y son destruidos el cielo, la tierra y todos los elementos de este mundo. 

El que es invisible e incomprensible, que no puede ser abarcado por los sentidos, por la vista, por el tacto, está envuelto en pañales en una cuna. Y si alguien estima que esto es indigno de Dios, se deberá reconocer deudor de un beneficio tanto más grande cuanto menos se acomodan estas cosas a la majestad divina. No tuvo necesidad de hacerse hombre aquel por medio del cual el hombre fue hecho, pero nosotros teníamos necesidad de que Dios se hiciera carne y habitara en nosotros, es decir, que por la asunción de un solo cuerpo habitase en toda carne. Su humillación es nuestra nobleza, su afrenta es nuestro honor. Porque él, que es Dios, existe en la carne, nosotros por nuestra parte seremos renovados hasta llegar a Dios a partir de nuestra carne. (De Trinitate II, 25).

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[1] Hilario de Poitiers, San, La Trinidad, Edición bilingüe, BAC Madrid, 1986.
[2] Gran Enciclopedia Rialp, 1991, voz: Hilario de Poitiers, san.


(c) Abundancia de sauces Blog del P. Jorge Luis Zarazúa, fmap

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